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Cinco títulos para iniciarse en el cine polar francés

Os proponemos una visita a los bajos fondos a través de una selección de películas perfectas para entrar en el apasionante mundo del cine polar clásico.

Tipos en gabardina, matones, policías corruptos y muchos disparos. El cine polar francés de los 60 desarrolló la figura del anti-héroe como ningún otro género. Nos puso del lado del tipo malo y nos demostró lo fascinante que puede llegar a resultar el lado oscuro de la vida. Una repleta de personajes carismáticos, lacónicos y atractivos pasándolo realmente mal bajo sus borsalinos.

Perder el interés en una película polar una vez que hemos pulsado el play es casi imposible. Las tramas resultan trepidantes y quedamos atrapados irremediablemente por el protagonista. Y es que, aunque intuimos que lo va a pasar muy mal –o precisamente por eso–, queremos acompañarle hasta el fatídico final que le espera y, con el corazón en un puño, albergamos la secreta esperanza de que se salve.

Nadie mostró el peligroso mundo del hampa en la pantalla como lo hizo el gran Jean-Pierre Melville. Películas inolvidables como El silencio de un hombre (Le samuraï, 1967) o Círculo rojo (Le cercle rouge, 1970) –cintas que todo cinéfilo que se jacte de serlo debe haber visto alguna vez– elevaron al director a máximo representante del cine polar. Sin duda fue el mejor, pero, por supuesto, no fue el único.

Gran jugada en la costa azul (Mélodie en sous-sol, 1963)

Henri Verneuil se basó en la novela del autor americano Zekial Marko para desarrollar esta cinta; auténtica semilla de las grandes películas de atracos que hemos visto en los últimos años. Está protagonizada por Jean Gabin y un maravilloso Alain Delon –actor de mirada gélida nacido para interpretar al gánster perfecto–. Ambos dan vida a dos ex-convictos que no han aprendido la lección y quieren dar un último gran golpe.

Charles (Gabin) desoye a su esposa, quien le propone emplear sus ahorros en montar un chiringuito en la Costa azul y empezar de cero ahora que ha salido de prisión. Pero Charles tiene en mente un futuro algo más brillante: pretende asaltar la cámara acorazada de uno de los casinos más importantes de Cannes y hacerse con los millones de francos alojados en ella. No es plan para un solo hombre, así que contará con la ayuda de Francis (Delon).

La película le valió a su director el Globo de Oro a la Mejor Película de habla no inglesa en el 63 y ocupó lugar en el top de las mejores películas extranjeras del National Board of Review.

El profesional (Le professionnel, 1981)

Georges Lautner dirige a un maduro Jean-Paul Belmondo en uno de los mayores éxitos del cine francés del 81. De nuevo se trata de una adaptación de  novela, en este caso de la del autor Patrick Alexander, Además, la cinta contó con una música original espectacular brindada por el genial Ennio Morricone por la que obtuvo una nominación a Mejor Banda Sonora en los Premios César de ese año.

Belmondo pone cara a Joss Beaumont, un agente secreto del servicio francés que es enviado a Malagawi, un pequeño país africano. Tiene órdenes de acabar con el presidente N’Jala, dictador y enemigo de Francia. Sin embargo, Joss es detenido y torturado durante dos años. Cuando consigue escapar decide vengarse de todos y cada uno de los superiores que le enviaron a aquella misión suicida.

París, bajos fondos (Casque d’or, 1952)

Tildada por la crítica como obra maestra absoluta y reivindicada por los chicos de la Nouvelle Vague, esta película del cineasta francés Jacques Becker supuso su mejor trabajo y él mismo hablaba de ella como su cénit profesional.

Ambientada en el París de 1898, la formidable Simone Signoret interpreta a Marie, una prostituta bellísima con una melena rubia recogida en un característico moño con el que se gana el apodo de Casco de oro. Signoret ganó el reconocimiento a Mejor Actriz Extranjera en los premios BAFTA del 52 gracias al formidable trabajo que realizó durante el rodaje de la película.

En ella vemos como Marie trae de cabeza a los hombres del viejo barrio Montmartre, incluyendo a su novio Roland. Sin embargo, encuentra el amor verdadero al conocer a un humilde carpintero que, además, la corresponde. En ese momento empieza una terrible pelea, con bandas criminales implicadas, por hacerse con el favor de la legendaria Casco de oro.

Rififi (Du rififi chez les hommes, 1955)

El norteamericano Jules Dassin firma esta magnífica cinta. Una de las obras cumbres del cine polar europeo que el mismo Francois Truffaut calificó como “el mejor cine noir que jamás había visto”. No es de extrañar, entonces, que se alzase con el premio a la Mejor Dirección en Cannes en el 55 y que cuente con una de las mejores secuencias sobre robos rodada en la historia del cine.

Rififi en francés es un término que significa trifulca, pelea entre maleantes, lo que ya nos da una pista sobre lo que vamos a encontrar. Después de cumplir cinco años de condena, Tony Le Stephanois (Jean Servais) se vuelve a encontrar con sus compinches, quienes le proponen dar el golpe definitivo a una importante joyería parisina. Esto es más que suficiente para que el protagonista abandone el honrado propósito de cambiar de vida que se había propuesto a sí mismo. Ahora su objetivo es recuperar su posición como líder del hampa y recuperar a su chica, que se ha cobijado bajo la protección de un gánster rival

Vivamente el domingo (Vivement dimanche!, 1983)

Esta fue la última película de François Truffaut. Está basada en la novela “The long Saturday night” (1962) de Charles Williams. Un verdadero homenaje al cine negro de Alfred Hitchcock donde no faltan notas de comedia y del romanticismo que caracterizó al mítico director francés durante toda su carrera.

En este filme nos cuenta la historia de Julien Vergel, en la piel de Jean-Louis Trintignant, propiertario de una agencia inmobiliaria que ha sido acusado del asesinato de su mujer. Su secretaria, Barbara, una espléndida Fanny Ardant, secretamente enamorada de su jefe, confía ciegamente en su inocencia y decide investigar el crimen por su cuenta para encontrar al verdadero asesino, lo que la llevará a vivir situaciones peligrosas y totalmente nuevas para ella.

La nostalgia de la vida nocturna y del asfalto mojado

El cine polar clásico cuenta con un alto componente nostálgico en todas esas aceras mojadas por la lluvia, en ese vestuario y estilismo de una época analógica que se intuye más romántica que la nuestra y, por supuesto, en el encanto que irradia el rostro de las celebridades del momento. Elementos que, a menudo, actúan como repelente entre las generaciones más jóvenes.

Sin embargo, la diversión que promete el polar clásico puede sorprender a los neófitos que, quizá, tengan algún prejuicio hacia el cine clásico y echen de menos el color digital o algunos efectos especiales. Pero los magistrales claroscuros que empleaban en la fotografía de estas películas suplen con creces la falta de pirotecnia más moderna. Nosotros estamos convencidos de que se puede comprender el presente desde el pasado y recomendamos ver estas películas como ejercicio para profundizar en las raíces del cine noir de los últimos 20 años, algo que, sin duda, Scorsese o Tarantino pusieron en práctica hace mucho, mucho tiempo.

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Monográficos Cine francés

Melville (Volumen II): tras los pasos del samurái

Nos colocamos de nuevo el sombrero de gánster y la gabardina beige para continuar con la segunda parte del monográfico en dos volúmenes dedicado a Jean-Pierre Melville, el genio del Polar francés.

Jean-Pierre Melville llenó las pantallas de humo. Contó sus historias a través de la neblina de los cigarrillos que fumaban de forma compulsiva sus personajes; esos tipos duros con pistola y una larga lista de malas decisiones sobre sus hombros. Las contó excepcionalmente bien, con toda la riqueza, sensibilidad artística y conocimiento técnico que le proporcionaron haber absorbido horas y horas de cine como espectador desde su infancia. Hizo de su pasión su profesión y he aquí su legado: una filmografía de culto con catorce largometrajes que componen uno de los universos fílmicos más ricos del cine europeo.

A esta filmografía la precede el corto 24 horas en la vida de un payaso (24 heures de la vie d’un clown, 1946) que mencionábamos en la primera parte de este monográfico. El resultado sentimentaloide de este preludio fallido disgustó tanto al director que se prometió a sí mismo un cambio de rumbo total en su futura obra. Desde entonces buscaba obsesivamente la perfección técnica, narrativa y artística en cada plano, en cada secuencia.

Yo me narro a mí mismo a través de mis películas. Hacer un film es ser todos los personajes a la vez. Jean-Pierre Melville

Lo consiguió sobre todo en El silencio de un hombre y en El ejército de las sombras, ambas películas consecutivas que desarrolló en un periodo de dos años. Suponen los títulos de mayor repercusión y los que mejor representan las dos grandes temáticas que exploró Melville: la resistencia francesa durante la ocupación nazi y la explosión del cine Polar.

Primer periodo: crónica de una invasión

Cuando su apellido aún era Grumbach y formaba parte de la Resistencia Francesa, Jean-Pierre se topó cara a cara con la miseria humana y con la muerte, naturalezas que hasta entonces, como buen cinéfilo, sólo conoció a través de la pantalla. Luchar por la liberación de su país ante la invasión nazi fue un hecho que le marcó para siempre y que quedó patente en la primera etapa de su carrera, en la que exploró el drama moral con la Segunda Guerra Mundial como decorado de fondo.

El silencio del mar (Le silence de la mer, 1949)

La singular ópera prima con tintes antibelicistas de Jean-Pierre Melville dejó clara la enorme personalidad del cineasta, que se iría perfilando con el paso del tiempo. Adaptó con éxito la novela El silencio del mar de Vércors, toda una osadía para un debutante. No era un texto fácil de llevar a la pantalla pues estaba plagado de silencios y, a su vez, de extensos monólogos; aspectos del todo anticinematográficos. Pero si algo dominó el director en sus películas fue, precisamente, el silencio.

La acción transcurre en una pequeña localidad francesa donde residen un anciano y su sobrina a quienes se les impone alojar involuntariamente a un oficial alemán en su casa. Al no poder negarse se defienden con un silencio hostil ignorando por completo al incómodo inquilino. Este, lejos de sentirse ofendido, desarrolla extensos monólogos diarios durante todo un mes mostrando todo su poder a través de las palabras.

Con esta cinta, su intención era desarrollar un lenguaje constituido de imágenes y sonidos en el que el movimiento y la acción estuvieran totalmente desterrados. Con ellos, Melville traspasó los códigos tradicionales del cine francés marcando un antes y un después.

Los tres personajes protagonizaban la totalidad de la película. Fueron interpretados por un imponente Howard Vernon, actor al quien el director consideraba indispensable para el papel y con el que desarrolló una longeva amistad; y los desconocidos pero sorprendentes Jean-Marie Robain y Nicole Stéphane –tío y sobrina respectivamente– que realizaron un trabajo impecable.

Los niños terribles (Les enfants terribles, 1950)

Melville compró los derechos de la obra homónima escrita por Jean Cocteau tan sólo un día antes de iniciar el rodaje de Los niños terribles. De nuevo la adaptación de un texto literario; una novela cuya lectura sedujo a un Jean-Pierre adolescente allá por 1930 y que jamás pudo sacarse de la cabeza. Sin embargo, el escritor y el director, que comparten la autoría del guión, no se llevaron especialmente bien durante el rodaje y vivieron una tormentosa relación de amor y odio que los desesperaba continuamente.

Los niños terribles a los que se alude en el título son los hermanos Lise (de nuevo una maravillosa Nicole Stéphane) y Paul (Edouard Dermithe). Ambos adolescentes crean un universo privado de peleas y juegos en la caótica habitación que comparten y que alimentan una malsana obsesión mutua que roza, tímidamente, lo erótico, lo que propició una avalancha de malas críticas en la época. El mundo exterior irrumpe en sus vidas cuando dos amigos de los chicos, Gerard y Agathe, van a vivir con ellos y desatan los celos y la maldad de Lise.

Con su segundo largometraje, Melville siguió buscando nuevos recursos narrativos con los que presentar sus historias. Lo onírico y lo surrealista están presentes en planos que a menudo resultan trágicamente hermosos a lo largo de la cinta.

Cuando leas esta carta (Quand tu liras cette lettre, 1953)

La tercera película del cineasta francés –que no se llegó a estrenar en España– significó el acercamiento a un género muy alejado del que lo consolidaría como maestro del Polar: el melodrama. Dejando de momento las adaptaciones cinematográficas de las novelas, optó por adaptar un guión cargado de intensidad emocional y de connotaciones religiosas firmado por el dramaturgo Jacques Deval.

Para darle forma a esta historia maniquea contó con la mirada de la actriz Juliette Greco en el papel de Thérèse, quien cargó con todo el peso del filme, y con Irène Galter en el de Denise. Ambas hermanas son totalmente opuestas, el bien y el mal, lo sacro y lo maldito; y el director lo deja patente en e tratamiento de los planos que dedica a cada una. Luminosos para una, oscuros y casi grotescos para la otra.

Las dos protagonistas conforman un triangulo sentimental con el arrogante Max, interpretado por Philippe Lemaire. En este intenso drama, Melville ya nos deja intuir ciertas trazas de thriller y de noir como adelanto a la deriva que iba a adoptar su carrera en futuras películas.

Bob el jugador (Bob le flambeur, 1956)

«Esta es, como la cuentan en Montmartre, la curiosa historia de…»

A pesar de que la cuarta película del realizador fue bastante ignorada por público y crítica durante años, hoy se considera como el germen del cine Polar; el nacimiento del género (lo que la acerca más a la temática que exploró en el segundo periodo de su producción fílmica). Se trata, en palabras del propio director, de una “carta de amor a París”, concretamente al barrio de Montmartre. Melville rodó en las localizaciones reales en plena calle adelantándose así a la Nueva Ola, sentando un precedente.

Es en este filme en el que por fin sale a la luz la vida del hampa, de las criaturas urbanas nocturnas que se hacinan en clubs y se refugian en las sombras y en el humo del tabaco. El apuesto Roger Duchesne interpreta a Robert Montagné, conocido por casi todos como Bob, el tipo duro de origen humilde; de rostro infranqueable que se ha ganado el respeto de todos. Y, como no podía ser de otra manera, Bob pretende dar el golpe de su vida: quiere los 800 millones que contiene la caja fuerte del Casino de Deauville.

El universo de Bob el jugador está ocupado eminentemente por hombres e incide en la amistad entre ellos. De hecho este se convirtió en un aspecto característico de la producción de Melville, cuyo interés por lo masculino es inversamente proporcional a su desinterés por lo femenino.

Dos hombres en Manhattan (Deux hommes dans Manhattan, 1959)

El director francés había coqueteado con el noir en su anterior película y lo había disfrutado mucho. Decidió entonces homenajear el cine de gánsteres americano de los 40 que tanto le fascinaba, por lo que ambientó su sexta película en la ciudad de Nueva York.

En esta ocasión los protagonistas no serían policías ni delincuentes, sino un periodista y un fotógrafo que investigaban la inexplicable desaparición de un delegado francés en la ONU y que fueron interpretados por –oh lá lá!– el propio Jean-Pierre Melville y Pierre Delmas respectivamente.

A pesar del atractivo argumento a lo Hitchcock, el estreno de Dos hombres en Manhattan resultó un estrepitoso fracaso. Apenas tuvo público y recibió comentarios muy negativos, lo que hizo mella en el orgullo del genial director. Sin embargo, le sirvió para redirigir sus objetivos y sobre todo sacar dos conclusiones importantes: la primera, que los personajes paseaban demasiado en la película, lo que no agiliza la narración precisamente. La segunda, que bien le hubiese valido contar con una súper estrella en el reparto para obtener una atención mayor. Y eso es lo que haría en adelante: rodearse del star-system francés de la época.

Léon Morin, sacerdote (Léon Morin, prêtre, 1961)

Esta fue la película que hizo que Melville recuperase su autoestima. Significó la vuelta al melodrama y la vuelta a la adaptación literaria, en esta ocasión de novela de la prestigiosa ganadora del Premio Goncourt en 1952 Beatrix Beck. Con esta cinta retrocedemos en el tiempo y volvemos a la época de la Segunda Guerra Mundial. Pero en esta ocasión lo hacemos acompañados de dos estrellas como Emmanuelle Riva y Jean-Paul Belmondo, que además de ofrecer un trabajo excepcional, le darían cierto caché al cinta.

Es la historia de Barny (Riva), un atractiva viuda que trabaja como secretaria de dirección de una chica llamada Sabine Lévy (Nicole Mirel) y que quedará fascinada por la elegancia y la presencia de su joven jefa hasta el punto de convertirlo en una obsesión con tintes sexuales y románticos, todo un atrevimiento en la recién estrenada época de los 60. Para aliviar su conducta de alguna manera, decide entrar en una Iglesia, donde conoce al sacerdote Léon Morin (Belmondo). Ambos comienzan una relación que se basa en el estímulo intelectual y en la filosofía donde la espiritualidad –y la ausencia de ella– es protagonista.

Barny es el personaje femenino más importante y al que más ha cuidado el director. La dota de trascendencia y profundidad interior como no lo hace con ninguna otra mujer en su filmografía.

Segundo periodo: tipos malos y asuntos sucios

El héroe de mis films noirs siempre es un héroe armado. Siempre lleva una pistola. Es un hombre armado, y ya casi es un soldado, lleva un uniforme.Jean-Pierre Melvile

Justo en el meridiano de su carrera tiene lugar la explosión de cine noir que consagra a Melville como el Maestro del cine Polar, aquella derivación francesa del cine de gánsteres americano. Es sin duda donde el cineasta se siente más cómodo y donde explora esa visión de samurái que dotará a sus películas de la técnica y la forma perfectas y que situará al director galo en la atalaya donde descansan los mejores directores de la historia del cine.

El confidente (Le doulos, 1962)

El profundo amor y respeto que sentía el joven Jean-Pierre por la literatura universal se materializó con el tiempo en sus películas. De nuevo, el director adaptó la novela negra del escritor francés Pierre Lesou, de quien era un gran admirador. Para ello volvió a contar entre el reparto con Belmondo, su particular “as en la manga”.

 

Maurice (Serge Reggiani) y Silien (Belmondo) son los protagonistas, “dos hombres en París”. El primero, es un ladrón y ex-convicto que planea dar otro golpe; el segundo, un informante de la policía. El robo, por supuesto, sale mal y el destino ambos se cruza cuando se ven involucrados en dos crímenes.

Polar puro. Es en El confidente donde Melville encontrará las pautas y las características que definirán su cine desde ese momento, el ejemplo perfecto para entender este subgénero. La realización del filme rozó la perfección, por lo que le sirvió de patrón para las siguientes cintas.

El guardaespaldas (L’aîné des Ferchaux, 1963)

De nuevo una adaptación literaria. La obra del belga George Simenon se revela como punto de partida para una obra totalmente melviliana. El guardaespaldas fue una obra desconocida dentro de la filmografía del director, casi incómoda; casi menor. De hecho, recopiló más críticas negativas que positivas.

En su octava película, Melville decide que es hora de volver a su adorada América. De nuevo aparece Belmondo, dando vida en esta ocasión a Michel Maudet, a quien conocemos durante su último día como boxeador. Lo encontramos derrotado, tirando la toalla tras un combate que vemos bajo la presentación de los títulos de crédito del filme. En su peor momento y condenado a mal vivir, aparece el banquero Dieudonné Ferchaux, interpretado por el otoñal Charles Vanel, y le ofrece trabajar para él como guardaespaldas en EE.UU. El joven terminará traicionando a su protector y arrepintiéndose después.

En esta cinta y por primera vez en toda su trayectoria, se intuye un matiz de interés homosexual entre los personajes masculinos que la protagonizan, lo que provoco no pocas teorías sobre la relación del propio Melville con el actor Alain Delon, quien protagonizaría varios de los siguientes largometrajes del director.

Hasta el último aliento (Le deuxième soufflé, 1966)

Gustave Minda, “Gu”, interpretado por el gran Lino Ventura, consigue evadirse de la prisión en la que se encontraba encerrado y huye a París para reunirse con sus socios. Pronto se verá envuelto en una guerra entre bandas rivales. Para abandonar el país Gu necesita dar un último golpe y conseguir la pasta –siempre es la pasta–, aunque en su camino se interpone el Comisario Blot, a quien da vida Paul Meurisse, y ya nada le saldrá a Gu como tenía diseñado en su plan.

Se trata la película con más escenas de acción de toda la producción melviliana, y al mismo tiempo, se trata de una de las más complejas a nivel narrativo. También es la que tiene un metraje más largo y en la que casi no aparecen personajes secundarios, pues todos ellos son cruciales en la trama sin más alternativa que matar o morir.

El silencio de un hombre (Le samouraï, 1967)

«No hay soledad más profunda que la del samurái salvo la de un tigre en la selva… tal vez». Frase atribuida al Bushido, o libro de los samuráis, pero que realmente fue inventada por Melville.

Y llegamos, por fin, a la cúspide. A la quintaesencia melviliana. Si una película ha servido como emblema del director francés, sin duda ha sido El silencio de un hombre. La cinta abre con la falsa cita sobreimpresionada en un bellísimo plano fijo donde vemos a un hombre tumbado en la cama, fumando, sin más sonido que el de los coches en la calle y le silbido de un pajarillo dentro de una jaula. El hombre es Jef Costelo, interpretado por un enorme Alain Delon, y vive encerrado en sí mismo, envuelto en una atmósfera silenciosa y con una actitud lacónica. Sólo se relaciona con los clientes que le encargan “trabajos” que Costelo, como buen asesino freelance, ejecuta sin errar. Aunque no tarda mucho en levantar sospechas y ser perseguido infatigablemente por el Comisario de Policía, a quien pone cara el actor François Périer.

Estamos ante un trabajo de cuidados detalles enmarcados con precisión. Encontramos al tipo duro que se acicala ante el espejo y se ajusta el sombrero como en un ritual; la figura arquetípica del gánster fusionada con la figura legendaria del samurái. Esta película es una radiografía de toda la esencia del cine de Melville, y es la única unánimemente admirada por la crítica, público, estudiosos y cinéfilos, por tanto; es la obra que más ha favorecido al cineasta internacionalmente.

El ejército de las sombras (L’armée des ombres, 1969)

He mostrado por primera vez cosas que no he visto, que he vivido. Claro está que mi verdad es, entiéndase bien, subjetiva y no corresponde claramente a la vida real. Jean-Pierre Melville

“Malos recuerdos, pero bienvenidos… sois mi juventud lejana”. Esta película supone el cierre definitivo de su etapa de exploración de la Resistencia Francesa. Se trata de una de las obras más consagradas del autor no solo por su calidad técnica y artística, si no, además, por su carácter pedagógico. Es sin duda una de las películas que mejor aguanta el paso del tiempo y se considera un referente de la memoria histórica del país vecino. La repercusión que ha obtenido la cinta a lo largo del tiempo es realmente asombrosa.

El filme lo protagoniza Philippe Gerbier (Lino Ventura), ingeniero del Departamento de Obras Públicas que colabora con la valerosa Resistencia. Un día la policía colaboracionista le captura y lo retienen en un campo de concentración donde la vigilancia es constante. Sin embargo, un comunista con quien comparte desdicha le propone un plan de fuga. Durante un traslado consigue escapar y desde ese momento seguimos a través de sus ojos el día a día de la Resistencia y su lucha contra la ocupación alemana.

 

Como en todas sus películas, el peso de los actores es fundamental –Jean-Pierre Melville sabía lo que se hacía elaborando los castings–. En El ejército de las sombras destaca el trabajo de Lino Ventura, quien llevó a cabo una de las mejores actuaciones de su carrera. En la que fuera segunda y última colaboración con el director, el papel parecía estar hecho a su medida. Pero no fue la única estrella que brilló. La excelente actriz Simone Signoret dio vida a un personaje fascinante cuya mirada tenía un lenguaje propio que el espectador descifraba de manera natural y sin esfuerzo.

Círculo rojo (Le cercle rouge, 1970)

“Cuando dos hombres, incluso si lo ignoran, están destinados a encontrarse un día, cualquier cosa puede pasarles y pueden seguir caminos divergentes, pero cuando llegue el día, inevitablemente serán reunidos en el círculo rojo”. Esta película nace bajo la premisa de esta cita budista surgida de los versos del religioso indio Ramakrishna. La cita, como ya ocurrió en El silencio del un hombre, aparece durante los títulos de crédito iniciales marcando el destino ineludible que espera a los protagonistas del filme.

Bajo una narración casi onírica conocemos a los tres personajes que habrán de encontrarse fatídicamente dentro del círculo: Vogel (Gian Maria Volonté), Mattei (André Bourvil) y Corey (Alain Delon). Dos ladrones, un policía y una persecución en espiral hacen de esta cinta un espectáculo perfecto, una envolvente intriga policial en la que la dirección de los actores demuestra el rigor con el que Melville desempeñaba su trabajo.

Crónica negra (Un flic, 1972)

Esta película, considerada obra menor por la crítica, cierra la filmografía del genio francés. Destaca, por supuesto, por ser auténtico Polar, cine policíaco de intriga frío y seco; pero sobre todo, destaca por ser una idea que surge íntegramente del intelecto del director. Cero adaptaciones, cero colaboraciones en la creación del guión.

Se trata de una historia clásica de policías y ladrones que cuenta el robo a un banco. Volvió a contar con la fría mirada de Alain Delon, pero esta vez, como policía, no como criminal; demostró que su registro como actor era amplio. Catherine Denueve y Richard Crenna acompañan a Delon y terminan de perfilar la atmósfera hostil del filme. Una voz en off, como ya ocurriese en anteriores películas, hace de hilo conductor de una trepidante investigación que enfrenta a dos viejos amigos, cada uno a un lado de la ley.

En Crónica negra vuelven a aparecer confidentes y chantajes que salpican al cuerpo de policía, y es que en las películas de Melville ni los buenos son tan buenos, ni los malos son tan malos. Esta manera de humanizar a los personajes y de dotarles de profundidad psicológica y dualidad es lo convierte a esta cinta en un deleite para el espectador.

Melville inmortal

Jean-Pierre murió el 2 de agosto de 1973, cuando contaba sólo con 55 años. Estaba preparando la adaptación de una novela de André Mairaux que jamás llegó a terminar. Es inevitable preguntarse cómo habría evolucionado la carrera de un director brillante que contaba con una experiencia vital y profesional tan dilatada, sobre todo a las puertas de una década que abría numerosas posibilidades en cuanto a técnica para innovar en el cine.

Nos dejó una obra hermética pero apasionante de la que han bebido numerosos directores actuales, lo que demuestra la magnitud de su trabajo. Dejó claro que se podía hacer cine de otra manera y que podía hacerse partiendo con muy pocos recursos. Pero lo que realmente diferencia a Melville de otros realizadores es el haber moldeado un subgénero y haberse convertido en su máxima representación.

Afortunadamente, su obra lo ha convertido en una figura inmortal; podemos revisitarla tantas veces como queramos y, sí, seguro que cada vez que lo hagamos nos resultará fresco y estimulante. Qué alivio pensar que sus silencios y sus sombras son ya nuestros para siempre.

 

Para la redacción de este artículo y del que lo precede se ha consultado la siguiente bibliografía que recomendamos para profundizar en el universo melviliano:

  • Jean-Pierre Melville. Sombras y silencios. Albert Galera, Editorial Rosetta.
  • Jean-Pierre Melville. Crónica de un Samurái. José Francisco Montero, Shangrila ediciones.
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Melville (Volumen I): llamadme Jean-Pierre

Nos sumamos al homenaje que el Festival de Cine Francés de Málaga rindió a Jean-Pierre Melville el pasado octubre en su XXIV edición con un monográfico en dos volúmenes dedicado a uno de los directores más brillantes de la historia del cine europeo.

Todos los directores de cine tienen el mismo sueño. Anhelan crear con total libertad y dar con el equilibrio perfecto entre lo artístico y lo técnico; buscan trascender a través de su obra y, por supuesto, hacer historia. Pero no todos pueden ser Fellini o Bergman, claro. Sólo unos pocos cuentan con la disciplina, el talento y, sí, la obsesión necesaria para ello. Es el caso de Jean-Pierre Melville, una rareza en el panorama cinematográfico francés de los 50. Fue un cineasta autodidacta, creó su propio estudio de cine y terminó siendo todo un referente del género policíaco europeo.

Para los chicos de la Nouvelle Vague Melville fue una especie de gurú o padrino en el que inspirarse. No tanto por sus películas, que no casaban en absoluto con el estilo que adoptó la nueva ola, sino por la libertad y la radicalidad de las que el director hacía gala. Tanto es así que en 1960 Godard le propuso un breve cameo en Al final de la escapada (À bout de soufflé). En la escena que rodaron juntos el maestro galo aparece, cómo no, con ese sombrero convertido en icono y sus inseparables gafas de sol. Inspirándose en el ruso Navokov interpreta el papel de Parvulesco, un escritor de éxito que está dando una rueda de prensa al aire libre. Entre los periodistas que le lanzan una pregunta tras otra observamos a una prudente Jean Serberg. “¿Cuál es su principal ambición en la vida?”, le pregunta la chica. El escritor se quita las gafas y mirándola directamente contesta: “volverme inmortal y, después, morir”.

Lo más probable es que esta respuesta la improvisara al margen del guión original de Chabrol y Truffaut, que seguro estarían encantados con tal licencia. Y también es probable, o al menos es lógico pensarlo, que tal ambición fuese la del propio Melville y no sólo la del personaje que interpretaba. Sea como fuere, lo consiguió. Alcanzó la inmortalidad con los trece largometrajes que componen su filmografía.

Chez Melville

Ante todo, Melville fue un cinéfilo declarado. En su infancia estuvo obsesionado con Keaton, Chaplin y Lloyd. Pero cuando el cine se volvió sonoro algo cambió para el joven Jean-Pierre y la única realidad que le interesaba era la que se proyectaba en la pantalla. Todo cuanto hacía era ver más y más cine. Totalmente abducido, absorbió tanta información durante esos años que para cuando debutó con El silencio del mar (Le silence de la mer) en 1949 ya tenía muchos más conocimientos a nivel técnico que cualquier director en activo en toda Francia.

“Cada vez que veo una de mis películas de nuevo, entonces y sólo entonces puedo ver lo que debería haber hecho” – Jean-Pierre Melville.

Pero no tuvo más remedio que renunciar a su pasión cuando le llamaron a filas en el 37 para, tres años más tarde, vivir en primera línea la invasión nazi. El largo tiempo que pasó en la Resistencia y su experiencia directa con la violencia fueron cruciales a muchos niveles para él, y se refleja sobre todo en los primeros años de su carrera fílmica -como veremos en la segunda parte de este monográfico-.

Fue durante esos años cuando decidió abandonar para siempre el apellido familiar heredado, Grumbach, y adoptar el del autor de Moby Dick, por quien sentía especial devoción. Melville, el director, buscaba obsesivamente la perfección en el desarrollo de sus películas. Por ello resulta casi natural asociar esta obsesión con la del infatigable Capitán Ahab por la gran ballena blanca de la historia de Melville, el escritor.

Melville Productions presents

Pero el cambio de apellido no fue la única decisión importante que tomó durante estos años: quería montar sus propios estudios de cine y trabajar con total libertad creativa. Se aferró a este nuevo objetivo vital y cuando terminó la guerra, después de algunos encontronazos con el sindicato de técnicos cinematográficos y comprobar lo difícil que era obtener producción para sus películas, decidió formar su propia productora. Melville Productions creció y el director, por supuesto, no se conformó solo con su sello. Fundó por fin sus propios estudios y así comenzó su carrera. Sin duda, una de las más singulares de la historia del cine europeo. Desafortunadamente y para desesperación del realizador, un incendio destruyó todo su imperio. Dicen las malas lenguas que tal vez ese fuego fuera intencionado, ya que el carácter de Melville, tan inaccesible y soberbio, le hizo ganarse algún que otro enemigo en el mundillo.

Sin embargo, sólo le tomó un año recuperarse y retomar sus proyectos. En total realizó catorce películas. La primera de ellas consistió en un corto llamado 24 horas en la vida de un payaso (24 heures de la vie d’un clown, 1946) que funcionó como una especie de extraño prólogo a su obra en el que el director rendía un nostálgico homenaje al mundo del circo, que tan importante fue para él durante su infancia más temprana. Pero el tono del corto no funcionó muy bien para el exigente director. Se prometió a sí mismo que en el futuro se ceñiría a una narración más fría y hermética; y lo hizo sin ninguna transigencia hacia lo sentimental.

Un universo singular

Y cumplió su promesa. Tras el fiasco del cortometraje Melville perfiló su hermético estilo y jamás lo relajó. Se puede observar en su filmografía que las escenas de amor, prácticamente, brillan por su ausencia y las connotaciones sexuales son anecdóticas. La comedia, ni que decir tiene, era algo que en absoluto tenía cabida en el imaginario fílmico del cineasta.

“Una escena de amor, con un hombre y una mujer en la cama, es difícil de filmar y todas las que he visto están mal filmadas. Por eso yo no las ruedo nunca.” – Jean-Pierre Melville.

Sobre todo dos elementos influenciaron la obra de realizador por encima de otros: la literatura universal, que recibe numerosos guiños y adaptaciones en sus películas, y el noir norteamericano de los años 30 y 40 que consumía compulsivamente. Por algo era conocido como “el más americano de los realizadores franceses y el más francés de los realizadores americanos”. Jamás abandonó la influencia estética del cine clásico de Hollywood, aunque tampoco perdió nunca el respeto por las convenciones narrativas francesas. Como buen maestro del cine Polar, logró el tándem perfecto entre los dos mundos.

Los hombres que amaban a Melville

Llama la atención el hecho de que el universo melviliano es eminentemente masculino. Desde luego, los personajes femeninos han tenido cabida en su repertorio. Por ejemplo en filmes como Los niños terribles (Les enfants terribles, 1950) o Léon Marin, sacerdote (Léon Marin, pêtre, 1961) están protagonizados por mujeres de carácter, activas y fuertes. Pero a grandes rasgos sus personajes principales son siempre masculinos. Generalmente se trata de hombres infranqueables, lacónicos, solitarios, introvertidos, pesimistas, alcohólicos… y es que Melville exploró como nadie a esas balas perdidas del hampa más cruel que habitan al margen de la ley y se mofan del orden establecido.

“El vestuario del hombre tienen una importancia capital en mis películas, estoy muy ligado al fetichismo del vestuario. El vestuario de una mujer me importa menos.” – Jean-Pierre Melville.

Trabajó a menudo con actores desconocidos, pero también con verdaderas estrellas del momento como Henri Decae, Jean-Paul Belmondo o Alain Delon, a lo que se acostumbró pronto y llegó a considerar a las celebridades cocreadoras de sus películas. Sin embargo, al igual que ocurría con Stanley Kubrick, otro pez gordo del celuloide, Melville tenía cierta fama de maltratar a sus actores y llevarlos al extremo. No obstante, llegó a declarar que para él era “preciso que los actores se sientan bien en una película, esto es indispensable”. Pero lo cierto es que en su –enfermizo– afán por alcanzar la perfección a menudo el trato hacia estos era despótico y desagradable.

Un sello inconfundible

Es incuestionable la rigurosidad técnica que exhibía el parisino en sus obras. El realizador hacía las veces de coreógrafo: cada movimiento que aparecía en la pantalla estaba profundamente estudiado. Nada era improvisación ni casualidad. Los encuadres de los planos siempre lograban sacar los mejor de los actores, pero también del set. Esto, junto con la voz en off que a menudo guía al espectador a lo largo de la película, genera una atmósfera del todo magnética capaz de atrapar a cualquiera con un mínimo de sensibilidad artística.

La iluminación, la cámara en mano, los jump cuts en la edición… Melville dirigía de manera extraordinaria. Este hecho se apreciaba a través del trabajo de su equipo de intérpretes. Al parisino le encantaba el underplay, es decir, que los actores no expresaran nada con el rostro, salvo el comportamiento, para añadir así misterio a la gestión del personaje. Hace falta ser muy buen actor para resolver una técnica así de compleja y con tantos matices, pero también es necesario ser muy bien dirigido para conseguir brillar con ella.

Consejo para cinéfilos

Hoy hablamos de ese tipo de director del que uno podría elegir cualquier película de su filmografía y acertaría. Directores contemporáneos tan dispares como Pedro Almodóvar, Nicolas Winding Refn, Carlos Vermut, Quentin Tarantino o John Woo, por mencionar sólo a unos pocos, han manifestado abiertamente la admiración que sienten hacia el director galo y la influencia que sus películas, especialmente las de gánsteres, han tenido en ellos.

Que profesionales del cine que rozan la genialidad en estilos tan diferentes tengan como punto de referencia común la obra del francés sólo puede significar una cosa: Melville es bueno. Realmente muy bueno. Por eso, cinéfila, cinéfilo: si todavía no has visto ninguna sus películas tienes que hacerlo cuanto antes. Todo lo que tienes que saber sobre cine está en sus películas. Déjate seducir por todo lo que el tipo de sombrero y gafas oscuras tiene para ti.

 

Para la redacción de este artículo y del que lo continúa se ha consultado la siguiente bibliografía que recomendamos para profundizar en el universo melviliano:

  • Jean-Pierre Melville. Sombras y silencios. Albert Galera, Editorial Rosetta.
  • Jean-Pierre Melville. Crónica de un Samurái. José Francisco Montero, Shangrila ediciones.
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Diccionario Cine francés

El Cine Polar Francés

Con una identidad propia e inconfundible, el Polar surgió en Francia como un subgénero del cine policíaco durante los años de posguerra influenciado por el film noir hollywoodiense.

Pocos géneros cinematográficos cuentan con una iconografía tan evidente como el policíaco. Sabemos qué película nos espera si en la pantalla vemos a un tipo con cara de pocos amigos que lleva gabardina y sombrero de fieltro que, además, apunta con un revolver a otro pobre diablo mientras le envuelve el humo de su cigarrillo. Por supuesto, también sabemos de inmediato que el tipo en cuestión no va a terminar bien. Que se dirige inevitablemente hacia el fracaso; que seguro perderá el dinero, a la chica y, lo más probable, también la vida.

Durante el visionado de estos filmes cargados de arquetipos, calamos pronto a la femme fatale, al policía de moral dudosa o al estafador. Nos encontramos cómodos en un local de jazz sospechoso o en una timba ilegal de póker. Reconocemos las miradas aviesas y entendemos los silencios hostiles y las pausas de los personajes. Por culpa de la literatura y sobre todo del cine tenemos un maravilloso universo noir grabado a fuego en nuestra mente colectiva.

En la Francia de la segunda mitad de siglo XX se adoptó incluso un término propio para hablar de estas películas de gánsteres: el Cine Polar. Se trata de una apócope de ‘policier’, es decir, el cine negro francés; combinado con el realismo poético, que era la corriente cinematográfica imperante en el país galo antes de la Segunda Guerra Mundial. El detonante que hizo surgir el subgénero Polar fueron, cómo no, las películas policíacas de los años treinta y cuarenta importadas de Hollywood que tanto influyeron a espectadores y críticos franceses.

El Polar se queda con las gabardinas y los coches americanos, pero no nos habla de héroes ni de finales felices.

A través de este género se adaptaron los cánones del noir clásico a la tradición y a la narrativa del cine francés dotándolo de una singularidad inconfundible. El Polar se queda con las gabardinas y los coches americanos, pero no nos habla de héroes ni de finales felices, sino que se aleja del maniqueísmo y lo que nos ofrece a cambio son personajes fatalistas con una mayor profundidad psicológica que la que muestran los protagonistas del policíaco estadounidense. Son personajes ambiguos y fríos, del todo lacónicos, que se mueven en escenarios en los que abunda la corrupción y donde siempre es demasiado tarde para cambiar las cosas. El Polar pone al mismo nivel al delincuente y al policía y es ahí donde radica su interés y el punto exacto en el que se distancia del film noir americano.

Cualquier persona con inquietudes cinéfilas que piense en el Polar francés seguro que visualizará a Jean-Pierre Belmondo o  Alain Delon ajustándose sus sombreros.

Cualquier persona con inquietudes cinéfilas que piense en el Polar francés seguro que visualizará a Jean-Pierre Belmondo o Alain Delon ajustándose sus sombreros, ambos actores que protagonizaron varias películas de Jean-Pierre Melville. Títulos como El confidente (Le doulos, 1962), El silencio de un hombre (Le samurái, 1967) o Círculo rojo (Le cercle rouge, 1970) elevaron al legendario cineasta a la figura de máximo representante del género. Pero no fue el único, claro. Cabe destacar la gran aportación de otros directores con filmes como París, bajos fondos (Casque d’or, 1952) y No tocar la pasta (Touchez pasa u grisbi) de Jacques Becker; El clan de los sicilianos (Le clan des Siciliens, 1969) de Henri Verneuil; o las obras de los representantes de la Nouvelle Vague La novia vestía de negro (La mariee était en noir, 1967) y Accidente sin huella (Que la bete meure, 1969) de François Truffaut y Claude Chabrol respectivamente.

Por supuesto la influencia de estas películas dedicadas al hampa más auténtica ha servido de inspiración a numerosos realizadores contemporáneos archiconocidos, como es el caso de Tarantino o Scorsese. Y es que es inevitable que así sea, el cine se retroalimenta y todo cineasta le debe parte de su obra a un predecesor que, a su vez, también fue influenciado por otro anterior.

Hoy ya se habla de neo-polar o de post-noir. Obviaremos los términos siempre y cuando el concepto perdure; siempre que podamos seguir disfrutando de personajes que vivan al límite, que guarden una pistola en el bolsillo y estén dispuestos a cualquier cosa por obtener un buen pellizco. Que sean ellos quienes se porten mal y nos enseñen las consecuencias de una vida al margen de la ley para evitar, así, convertirnos nosotros en los tipos malos.

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