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Diccionario Cine francés

El Cine Polar Francés

Con una identidad propia e inconfundible, el Polar surgió en Francia como un subgénero del cine policíaco durante los años de posguerra influenciado por el film noir hollywoodiense.

Pocos géneros cinematográficos cuentan con una iconografía tan evidente como el policíaco. Sabemos qué película nos espera si en la pantalla vemos a un tipo con cara de pocos amigos que lleva gabardina y sombrero de fieltro que, además, apunta con un revolver a otro pobre diablo mientras le envuelve el humo de su cigarrillo. Por supuesto, también sabemos de inmediato que el tipo en cuestión no va a terminar bien. Que se dirige inevitablemente hacia el fracaso; que seguro perderá el dinero, a la chica y, lo más probable, también la vida.

Durante el visionado de estos filmes cargados de arquetipos, calamos pronto a la femme fatale, al policía de moral dudosa o al estafador. Nos encontramos cómodos en un local de jazz sospechoso o en una timba ilegal de póker. Reconocemos las miradas aviesas y entendemos los silencios hostiles y las pausas de los personajes. Por culpa de la literatura y sobre todo del cine tenemos un maravilloso universo noir grabado a fuego en nuestra mente colectiva.

En la Francia de la segunda mitad de siglo XX se adoptó incluso un término propio para hablar de estas películas de gánsteres: el Cine Polar. Se trata de una apócope de ‘policier’, es decir, el cine negro francés; combinado con el realismo poético, que era la corriente cinematográfica imperante en el país galo antes de la Segunda Guerra Mundial. El detonante que hizo surgir el subgénero Polar fueron, cómo no, las películas policíacas de los años treinta y cuarenta importadas de Hollywood que tanto influyeron a espectadores y críticos franceses.

El Polar se queda con las gabardinas y los coches americanos, pero no nos habla de héroes ni de finales felices.

A través de este género se adaptaron los cánones del noir clásico a la tradición y a la narrativa del cine francés dotándolo de una singularidad inconfundible. El Polar se queda con las gabardinas y los coches americanos, pero no nos habla de héroes ni de finales felices, sino que se aleja del maniqueísmo y lo que nos ofrece a cambio son personajes fatalistas con una mayor profundidad psicológica que la que muestran los protagonistas del policíaco estadounidense. Son personajes ambiguos y fríos, del todo lacónicos, que se mueven en escenarios en los que abunda la corrupción y donde siempre es demasiado tarde para cambiar las cosas. El Polar pone al mismo nivel al delincuente y al policía y es ahí donde radica su interés y el punto exacto en el que se distancia del film noir americano.

Cualquier persona con inquietudes cinéfilas que piense en el Polar francés seguro que visualizará a Jean-Pierre Belmondo o  Alain Delon ajustándose sus sombreros.

Cualquier persona con inquietudes cinéfilas que piense en el Polar francés seguro que visualizará a Jean-Pierre Belmondo o Alain Delon ajustándose sus sombreros, ambos actores que protagonizaron varias películas de Jean-Pierre Melville. Títulos como El confidente (Le doulos, 1962), El silencio de un hombre (Le samurái, 1967) o Círculo rojo (Le cercle rouge, 1970) elevaron al legendario cineasta a la figura de máximo representante del género. Pero no fue el único, claro. Cabe destacar la gran aportación de otros directores con filmes como París, bajos fondos (Casque d’or, 1952) y No tocar la pasta (Touchez pasa u grisbi) de Jacques Becker; El clan de los sicilianos (Le clan des Siciliens, 1969) de Henri Verneuil; o las obras de los representantes de la Nouvelle Vague La novia vestía de negro (La mariee était en noir, 1967) y Accidente sin huella (Que la bete meure, 1969) de François Truffaut y Claude Chabrol respectivamente.

Por supuesto la influencia de estas películas dedicadas al hampa más auténtica ha servido de inspiración a numerosos realizadores contemporáneos archiconocidos, como es el caso de Tarantino o Scorsese. Y es que es inevitable que así sea, el cine se retroalimenta y todo cineasta le debe parte de su obra a un predecesor que, a su vez, también fue influenciado por otro anterior.

Hoy ya se habla de neo-polar o de post-noir. Obviaremos los términos siempre y cuando el concepto perdure; siempre que podamos seguir disfrutando de personajes que vivan al límite, que guarden una pistola en el bolsillo y estén dispuestos a cualquier cosa por obtener un buen pellizco. Que sean ellos quienes se porten mal y nos enseñen las consecuencias de una vida al margen de la ley para evitar, así, convertirnos nosotros en los tipos malos.

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Cahiers du Cinéma

La publicación más longeva e influyente de la historia es referente del cine de autor, dentro y fuera de Europa, desde hace siete décadas.

Corría el año 1951. La vanguardia americana llegaba como un huracán hasta el viejo continente a través de la pintura de Jackson Pollock, la obra  del excéntrico Andy Warhol o los filmes de Hitchcock. Francia asistía a un fervor artístico e intelectual sin precedentes. Camus y Sartre se convirtieron poco menos que en estrellas del rock del existencialismo al mismo tiempo que Mademoiselle Chanel renovaba el vestuario de las jóvenes parisinas. Estaba claro que en el aire se percibía cierto aroma a cambio y la cultura cinematográfica no se iba a quedar atrás.

Cahiers du Cinéma nace con la intención de ser testigo de los «más altos y valiosos esfuerzos» del Cine.

Existían por aquel entonces varios cine clubes que reunían a la crème de la crème intelectual de París. En ellos se exhibían copias de películas en sesiones privadas a un público que disfrutaba estudiando y debatiendo con pasión cada cinta. Decía Godard que “hablar de cine, escribir de cine, ya era como hacer cine”, y es justo la sensación colectiva, casi contagiosa, que desprendían estos encuentros. El fenómeno, alejado del circuito comercial, tuvo mucho que ver en el nacimiento de la célebre revista.

André Bazin, Jacques Doniol-Valcroze y Joseph-Marie Lo Duca fundaron en abril de ese año Cahiers du Cinéma. A través de los míticos cuadernos amarillos se aseguraron de que el séptimo arte tuviera “un fiel testigo de sus más altos y valiosos esfuerzos” y lo hicieron rodeándose de colaboradores como Truffaut, Godard o Rohmer. Los críticos se convirtieron en cineastas y revolucionaron la manera de hacer cine en Francia dando lugar a la Nouvelle Vague.

Cahiers du Cinéma se estuvo publicando en España hasta 2011. Justo después, sus colaboradores mantienen su espíritu crítico y cinéfilo fundando Caimán, cuadernos de cine.

La revista siguió creciendo con la misma rapidez con la que evolucionaba la sociedad francesa. Durante la década de los 60, un cambio en la dirección desbancó a Éric Rohmer y puso al frente a Jaqcues Rivette. En ese momento la publicación empezó a prestar atención al cine de Buñuel y Pasolini. Se miraba más allá de América y del propio país galo; el cine brasileño, polaco o checo llenaba las páginas de los Cahiers para deleite de cinéfilos. A mediados de los 70 centraron su mirada en un visceral Maurice Pialat y el maoísmo parisino se hizo presente en la línea de la publicación politizándose por primera vez, aunque esta radicalización llegó a su fin en los años 80, cuando cogió velocidad de crucero y empezó a adquirir las dimensiones que tiene hoy. La revista en la actualidad cuenta, de hecho, con ediciones en varios idiomas. En España se estuvo publicando hasta 2011. Tras su desaparición, a causa de un aburrido conflicto con la editora, los antiguos colaboradores fundaron Caimán, cuadernos de cine y siguen desarrollando su labor en la misma línea en la que lo hacían antes.

No cabe duda de que una publicación que ha sabido mantenerse en el tiempo hasta el presente haya sido testigo de una larga lista de personalidades influyentes de la segunda mitad del siglo XX y, desde luego, se hace eco de las que llegan y de las que están por venir. Cahiers du Cinéma sigue vigente y poderosa; ha sobrevivido a la historia y a sus propias fricciones internas.

Cada año sus colaboradores elaboran una lista con las diez mejores películas de autor del panorama cinematográfico. Esa criba es una crítica en sí misma. Marca la tendencia, lo que hay que ver. Son la élite cinéfila, título que se han ganado a pulso, década tras década, durante casi 70 años, convirtiéndose así en una entidad potente a la que acercarse con estupor y temblores.

 

 

 

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La Nouvelle Vague

A mediados de la década de los cincuenta, las corrientes cinematográficas europeas competían a duras penas con las superproducciones que llegaban desde Hollywood. La única manera de hacerlo era a través del estilo; aportando una nueva mirada en un mundo en el que no era fácil innovar. Por aquel entonces, Francia asistía a una serie de cambios políticos, sociales y culturales que propiciaron la aparición de uno de los movimientos artísticos más revolucionarios del cine francés: la Nouvelle Vague.

La Nouvelle Vague renovó por completo el lenguaje cinematográfico y marcó la forma de hacer cine de la segunda mitad del siglo XX.

El fundador de la revista Cahiers du Cinéma, André Bazin, lideró este movimiento acompañado de un grupo de intelectuales y críticos de cine, colaboradores de la revista, entre los que figuraban François Truffaut, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol o Eric Rohmer. A través de sus publicaciones en la revista, se desentienden de la tradición del cine francés. Influidos por obras de directores norteamericanos como Alfred Hitchcock y Orson Welles, niegan el carácter colectivo del proceso de creación de la película y proponen la figura del director como el único autor y creador de la misma. Defienden, además, un cine de corte realista, auténtico y fresco.

Para finales de los años 50 y principios de los 60, el manifiesto de la nueva ola francesa pasa de la teoría y el papel a la pantalla. François Truffaut resultó elegido como mejor director por Los cuatrocientos golpes en el Festival de Cannes de 1959, donde también fue proyectada la cinta Hiroshima mon amour, de Alain Resnais. Se consolida así el inicio de la Nouvelle Vague, que inspiró títulos tan emblemáticos como Al final de la escapada (1960) de Jean-Luc Godard, Jules y Jim (1961) también de Truffaut o La coleccionista (1967) de Eric Rohmer.

Si bien existieron diferentes corrientes dentro de la Nouvelle Vague, unas más experimentales que otras, todas las películas transgredieron los cánones del lenguaje tradicional cinematográfico. Destacaban por mostrar una acusada simplicidad y libertad técnica a través de la utilización de cámaras ligeras y cámaras en mano. Los presupuestos eran bastante bajos con respecto a los de las cintas habituales de la industria francesa. Además, redujeron al máximo el trabajo en estudio, exponían su libertad creativa propiciando la improvisación y rodando en escenarios naturales y espacios abiertos.

Los actores y actrices de la Nouvelle Vague se han convertido en auténticos iconos del chic francés.

A menudo, el reparto de las películas lo componían actores y actrices sin demasiada experiencia previa. Anna Karina, Jean-Paul Belmondo, Jean Seberg… caras nuevas que aportaban distinción y acusaban el salto generacional con respecto al cine francés de posguerra. Estos actores y actrices de la Nouvelle Vague se han convertido en auténticos iconos del chic francés. En nuestra memoria colectiva flotan imágenes en blanco y negro de sombreros ladeados, cigarrillos humeantes y chicas de pelo corto. Personajes que discuten aspectos de la condición humana durante largos diálogos y muestran su vida cotidiana sin ningún artificio.

Hay revoluciones que suponen un cambio en la cultura. Sin lugar a dudas, y a pesar de su corta duración, la Nouvelle Vague renovó por completo el lenguaje cinematográfico y marcó la forma de hacer cine de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, este no fue el único ámbito en el que la nueva ola se hizo relevante. A través de los personajes de sus películas, la juventud francesa del momento encontró nuevos modelos e iconos con los que identificarse y aprendieron a vivir de una forma más espontánea, mucho más libre.

Aún hoy, en pleno siglo XXI, la vieja nueva ola encuentra un hogar en plataformas digitales de cine, permitiendo que nostálgicos y neófitos puedan presumir de buen gusto e intelecto. No se puede ser moderno sin haber visto los clásicos. Aunque solo sea por eso: larga vida a la Nouvelle Vague.

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