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Cine en francés para escapar de San Valentín

Os traemos dos propuestas contundentes alejadas del género romántico para disfrutar de buen cine en francés.

Aunque deseamos un feliz día a todos aquellos enamorados que lo celebren, desde Lien hemos decidido no ser partícipes de la subida del nivel de glucosa que acompaña a cada San Valentín. Este artículo es precisamente para todas aquellas personas que preferirían atrincherarse en casa sin consultar sus redes sociales hasta que llegue el 15 de febrero antes que volver a recibir una imagen viral por Whatsapp de corazones y querubines.

Lo sentimos por Amélie Poulain, pero hoy no traemos paseos en moto por París. Tampoco habrá beso en Pont Neuf y ninguna llave repleta de promesas será arrojada al fondo del Sena. Lo que proponemos a cambio es todo lo contrario: dos películas muy diferentes entre sí para disfrutar de buen cine en francés y alejarnos, aunque sólo sea por hoy –o precisamente por ser hoy–, del romanticismo. Voila!

En la casa (Dans la maison, 2012): para saber lo que se siente al colarse en un hogar ajeno.

Probablemente cuando Juan Mayorga escribió la pieza teatral El chico de la última fila –cuya lectura sin duda recomendamos– no se pudo imaginar que al poco tiempo el director François Ozon quedaría fascinado por ella y la llevaría al cine en una adaptación totalmente fiel. Eso sí, lo hizo desde la mirada perturbadora a la que nos tiene acostumbrados. El experimento le valió varias nominaciones a los premios César y se alzó con la Concha de Oro en el festival de San Sebastián.

En la casa nos presenta a Germain, un profesor de literatura decepcionado por la mediocridad de los trabajos que realizan sus nuevos alumnos y el desalentador futuro que les espera. Sin embargo, se entusiasma con Claude, un alumno de perfil bajo que destaca con su trabajo por encima de los demás y a quién decide guiar para que siga desarrollando el don de la escritura.

El chico escribe sobre la extraña fascinación que despiertan en él los Rapha, la familia de clase media de otro compañero. Se obsesiona con volver una y otra vez a la casa en la que habitan y el profesor, como si se tratara de un folletín morboso por entregas, se engancha totalmente a la ambigua y perversa historia que Claude le ofrece fragmentada cada semana basada en ellos. ¿Quién enseña a quién? ¿Cuánto hay de realidad y cuánto de ficción en el texto del alumno? El duelo intelectual entre maestro y pupilo está servido.

En la casa es la opción perfecta para que olvidemos tanto estímulo pasteloso de San Valentín y recurramos a Dostoevsky.

En esta cinta Ozon se introduce de lleno en la meta-literatura. Presenta una obra dentro de otra obra en la que los límites se difuminan con facilidad. A partir de un thriller con toques de comedia teje una tela de araña que nos deja pegados a la silla durante los 102 minutos de duración del filme y consigue que nos sintamos realmente incómodos.

Crudo (Grave, 2016): para los que saben disfrutar de un filete poco hecho.

Si con En la casa llegamos a sentir incomodidad, Crudo hará que aquellos de corazón sensible –o mejor dicho, estómago– aparten la mirada en más de una escena. Con este prometedor debut, la directora francesa Julia Ducournau se hizo con varios premios en Sitges y Cannes y consiguió elaborar una fábula sobre la adolescencia que algunos calificarían, como mínimo, de extravagante.

Justine tiene 16 años y pertenece a una familia donde todos son vegetarianos. Es una buena chica centrada en sus estudios y planes educativos pero al ingresar en la misma facultad de veterinaria que su hermana para seguir con la tradición familiar, descubre un mundo despiadado donde las novatadas en el campus son rutina y sacan a la luz nuevas aristas de su personalidad.

La joven, como si de un mito clásico se tratara, se enfrenta a un viaje de autoconocimiento que inicia al probar un bocado de carne por primera vez. A partir de entonces, el ansia que llega a sentir se vuelve incontrolable y la lleva a alcanzar unos límites que ni ella misma –ni su hermana– se imaginaba.

Si todavía os quedan ganas de probar algún chocolate con forma de corazón este San Valentín, con Crudo van a desaparecer del todo.

A pesar de que la película de Ducournau está clasificada dentro del género de terror, hay que saber apartar la sangre y la carne para vislumbrar el trasfondo poético del filme que la directora deja intuir a través de la sensualidad de su cámara. Lo que nos propone a fin de cuentas es un ensayo sobre la adolescencia y el despertar sexual de Justine (el propio nombre de la protagonista ya nos da una pista) que explora, con el giro final de trama además, la determinación de la herencia y de aquello que biológicamente nos ceden nuestros progenitores, para bien y para mal.

Tanto si celebráis este día por todo lo alto como si pensáis que el 14 de febrero sólo es un día más de frío invierno, estamos seguros de que sabéis disfrutar del cine en francés y no necesitáis ninguna excusa ni festividad para poneros cómodos y pasar un rato interesante, solos o acompañados, delante de la pantalla. Es este, sin duda, es el mejor regalo que podemos hacernos a nosotros mismos: tiempo y calma para ver una buena película.

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La película que se bebió a Vincent Cassel

El director francés Erick Zonca vuelve para dirigir a los actores Vincent Cassel y Romain Duris en su última película ‘Sin dejar huellas’.

Dentro de la programación de My French Film Festival nos topamos en la sección oficial con el esperado regreso al cine del director de La vida soñada de los ángeles (Vie rêvée des Anges, 1998). Después de 20 años de ausencia Erick Zonca vuelve con la cinta Fleuve noir (2018), presentada en español bajo el título menos críptico Sin dejar huellas, un retorcido polar de corte clásico basado en la novela policíaca Expediente de desaparición del escritor israelí Dror Mishani. En él,  Zonca ha dirigido a un elenco de actores ya consagrado compuesto por Vincent Cassel, Romain Duris y Sandrine Kiberlain.

El argumento

El hijo adolescente de la familia Arnault, Dany, desaparece sin dejar rastro de la noche a la mañana. Su madre, Solange acude desesperada a la policía. El encargado de investigar el caso es François Visconti, un policía desengañado, con problemas graves de alcoholismo y un hijo adolescente que tontea con el narcotráfico. Durante el proceso de recabar información, Visconti conoce a Yan Bellaille, el vecino de la familia Arnault que fue profesor del joven Dany y que está interesado por la investigación. Quizá demasiado interesado.

La atmósfera y el guión

Cuando se trata de un thriller, ¿es más importante la atmósfera o la intriga de la trama? ¿Las situaciones que plantea o cómo están interpretadas? Probablemente haya tantas opiniones al respecto como espectadores. En el caso de Sin dejar huellas Erick Zonca ha estado más acertado con la ambientación de la película que con el propio guión.

Por una parte, el ambiente. La fotografía en la película está cargada de la oscuridad propia del género y es llevada a través de una cámara en continuo movimiento que enfoca y desenfoca, que abre y cierra planos; con una banda sonora lúgubre que destaca por su sutileza: acompaña pero no sobresalta. El director consigue así que entremos de lleno en la atmósfera fría, casi hostil, que nos ofrece.

Para cuando llega el giro final ya nos hemos olvidado de lo que nos había chirriado por el camino y nos quedamos con ese sabor de boca tan amargo que pretendía el director desde el principio.

Por otra parte, el guión. La trama se desarrolla a fuego lento hasta que nos vemos atrapados en una telaraña donde todos son sospechosos en la que las pistas no llevan a ninguna parte. Zonca consigue crear incertidumbre, pero por desgracia deja algunos cabos sueltos y tramas secundarias sin resolver de las que se podría prescindir. Sin embargo, tanto este obstáculo como el ritmo lento de los acontecimientos no impiden que la tensión se apodere de una en la butaca, sobre todo cuando se acerca el sorprendente giro final que cae como un jarro de agua fría. Para entonces ya nos hemos olvidado de lo que nos había chirriado por el camino y nos quedamos con ese sabor de boca tan amargo que pretendía el director desde el principio. Porque a estas alturas nadie puede ser tan ingenuo como para esperar un final feliz de un buen noir francés, ¿verdad?.

Los personajes y la interpretación

Ya sea en la literatura o en el cine, una historia de intriga policíaca bien construida necesita clichés que la sitúen dentro del género. Y no hay mayor cliché que el del inspector solitario, demacrado y alcohólico; con traumas sin resolver y mal carácter. El personaje del inspector François Visconti –que estaba pensado en un principio para el mismísimo Gerard Depardieu– eleva el estereotipo a la enésima potencia.

No es fácil desarrollar un personaje así y que resulte natural. Si esta fuese una película española el papel hubiese sido seguramente para José Coronado y quizá no hubiese resultado tan creíble. Afortunadamente es un deslumbrante Vincent Cassel quien da vida al torturado detective –gracias, Erick Zonca-.

Lo encontramos continuamente ebrio; porque Visconti se bebe todo el whisky de Francia en esta película.

Lo encontramos envejecido, desaliñado, con pinta de necesitar una ducha y unas cuantas horas de sueño. Nos repele por su actitud xenófoba y misógina (hasta llegar a unos límites que hieren sensibilidades). Lo encontramos continuamente ebrio; porque Visconti se bebe todo el whisky de Francia en esta película. Y lo encontramos abandonado, tocado y hundido; pero sobre todo nos resulta hipnótico. Ya sea volcando la botella sin disimulo en un vasito de papel para café en la oficina, interrogando a su propio hijo a base de insultos o bailando en su cocina al ritmo de la Cumbia sobre el río de Celso Piña, Vincent Cassel carga con el peso de la película y hace que merezca la pena verla.

Romain Duris está totalmente acertado cuando interpreta al personaje del típico vecino que siempre saludaba.

Pero él no es el único que brilla en pantalla. La némesis del detective está encarnada en un preciso e irreconocible Romain Duris. El actor pone cara a Yan Bellaille, el profesor particular del chico desaparecido, que insiste –demasiado– en que la situación familiar de los Arnault ha propiciado la huída del joven.Se trata de un intelectual con pretensiones. Un escritor del tipo quiero y no puedo –con un retrato de Franz Kafka enmarcado en su improvisado despacho– que rápidamente se revela como el principal sospechoso con el que se obsesiona el inspector. Y es que, por supuesto, algo hace para que sospeche de él.

Duris está totalmente acertado cuando interpreta al personaje del típico vecino que siempre saludaba. Educado, correcto; pero maniático. Optimista, entusiasta, excesivo incluso; pero contenido de cara a su mujer o al policía, intrigante. Un personaje que, como buen titiritero, oculta demasiadas cosas.

El tercer vértice del triángulo se trata de Solange Arnault, la madre de la víctima, que se muestra sumergida en una especie de trance doloroso desde la desaparición de su hijo. Está interpretada por una maravillosa y lacónica Sandrine Kiberlain cuya mirada expresa todo lo que tiene que callar su personaje y muestra a una mujer sobrepasada por las circunstancias, a punto de explotar.

En definitiva, el trabajo de los actores (incluyendo los secundarios) rescatan el filme, que no destaca por tener un guión brillante pero que, sin embargo, atrapa desde la primera escena.

¿Por qué ver una película más de detectives y asesinatos?

Como cinéfilos seguro que hemos visto muchas -muchísimas-, películas policíacas. Thrillers con un asesino astuto, un detective sin afeitar, alguna persecución… y sí, a menudo tenemos la sensación de haber visto el mismo filme una y otra vez. Entonces, ¿por qué seguimos enganchados al suspense, al misterio, si casi siempre sabemos cómo termina? Precisamente en esta pregunta está la clave.

Sabemos lo que pasa, pero no cómo pasa. Cada cineasta ejecuta su historia de una manera diferente. Casi todas empiezan igual pero la duda es cómo van a terminar. Por eso tiene mucho mérito hacer cine de género: nos hemos convertido en consumidores exigentes y ya no nos vale cualquier resolución. Queremos originalidad, sorpresa y emoción. Por eso seguimos viendo cine policíaco. Porque esperamos que cada película nos sorprenda casi tanto como lo hizo la primera.

¿Será el caso de la película de Erick Zonca? Sólo hay una manera de averiguarlo.

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Amor ocasional en nuestras pantallas

A principios de diciembre Netflix sorprendió a sus adeptos con la comedia romántica Plan Coeur. Traducida libremente al castellano como Amor Ocasional, la serie nos cuenta las peripecias de Elsa, Charlotte y Milou. La primera, eje central de la historia, vive deprimida desde su última ruptura y sus amigas quieren hacer algo para ayudarla. Con la intención de proporcionar a Elsa una buena dosis de autoestima, deciden contratar los servicios de un chico de compañía para que salga con ella.

Aquellos que crecimos en la década de los 90 nos forjamos una idea bastante concreta de la amistad gracias a las numerosas ficciones televisivas centradas en las idas y venidas de algún un grupo de amigos al que hubiésemos querido pertenecer. Por supuesto, esto nos ha hecho expertos en el tema. Nos sabemos de sobra el arco argumental de este tipo de comedias y, sí, lo reconocemos: nos encantan. Como no podía ser de otra manera, Amor Ocasional no nos descubre la pólvora.

La serie, firmada por la directora y guionista francesa Noémie Saglio, navega por las relaciones románticas, familiares y de amistad de un grupo de treintañeros que tratan de encajar en su tiempo. Sin embargo, que ya hayamos vivido muchas veces antes las situaciones derivadas de esta premisa –pues las series a estas alturas no se ven, sino que se viven– no quiere decir que no queramos repetir, especialmente si tenemos las calles de París como escenario.

Realmente el código de la serie se descifra desde el primer episodio. Al compararla con otras producciones recientes del otro lado del charco a las que quizá estemos más acostumbrados, podemos observar que no se trata de una serie activista o reivindicativa, como pudiera ser Girls de Lena Dunham. Tampoco trata el humor desde el absurdo como ocurre en New girl, comedia protagonizada y producida por la actriz Zooey Deschanel. Probablemente tenga más puntos en común con Love, la serie del archiconocido Judd Apatow protagonizada por Gillian Jacobs, aunque de una forma algo más edulcorada.

El código de la serie se descifra desde el primer episodio. El punto fuerte de Amor ocasional es su casting y la química entre las actrices protagonistas.

El punto fuerte de Plan Coeur es su casting. Zita Hanrot, ganadora del César a la Mejor Actriz Revelación en 2016 por su papel en Fatima (2015) de Philippe Faucon, da vida a Elsa; la protagonista insegura y en plena crisis existencial que necesita ser rescatada por sus amigas. O eso cree una de ellas, Charlotte, en la piel de Sabrina Ouazani, actriz de ascendencia argelina a quien pudimos ver en 2003 dirigida por Abdellatif Kechiche en su película L’Esquive. Cuando Charlotte decide contratar los servicios de un chico de compañía para animar a Elsa, la tercera amiga en discordia, Milou, muy a su pesar, toma partido en el ridículo plan. A Milou la interpreta la actriz, cantante y humorista francesa Joséphine Draï. La química que existe entre las tres actrices hace que el espectador empatice pronto con ellas y quiera acompañarlas capítulo tras capítulo a pesar de lo irritantes que pueden resultar sus personajes en algunos momentos.

A Jules, el gigoló de corazón noble con actitud de no haber roto nunca un plato, le pone cara el actor y músico Marc Ruchmann, a quien pudimos ver trabajando bajo las batutas de François Ozon o Julie Delpy. Este personaje, como es de esperar, termina enamorándose de la pobre Elsa, lo que propicia una serie de situaciones del todo predecibles –aunque encantadoras– con el resto de personajes.

Lo interesante de la serie es que resulta un reflejo acertado de la juventud de clase media parisina donde la diversidad racial está reflejada y naturalizada. A un nivel más universal, la serie de Saglio tiene mucho de generacional. Surgen elementos totalmente actuales; como Uber o AirBNB. Por otra parte, la eterna presencia de los smartphones se hace palpable cuando aparecen los mensajes de chat directamente expuestos en el plano mientras los personajes teclean en sus móviles. El uso de la tecnología y las redes sociales como conductoras en las tramas es tan real como en la vida misma. Sólo hay que ver a Elsa cotilleando el Instagram de su ex para regodearse en su propia desgracia. Lamentablemente, no hay nada más generacional que la incertidumbre y la precariedad laboral propias de esta época, como en el caso de Charlotte que está desempleada y sobrevive con trabajos esporádicos o el propio Jules, gigoló por necesidad económica.

Lo realmente interesante de la serie es que resulta un reflejo acertado de la juventud de clase media parisina donde la diversidad racial está reflejada y naturalizada.

Es cierto que no se trata de una serie de las que marcan un antes y después y que los personajes están estereotipados; y que al final el amor romántico es el letimotiv que flota en su atmósfera. Esto sería un problema si la ficción de Noémie Saglio tuviese pretensiones de algo más que de ser un sano entretenimiento. Afortunadamente no es así. A veces se agradece simplemente la evasión y engancharse a algo fácil. Por eso los 25 minutos de duración de cada uno de los 8 capítulos que componen la primera temporada de Amor Ocasional la convierten en la candidata perfecta para tu próximo maratón de domingo de mantita y sofá.

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Por qué (volver a) ver Un Profeta de Jacques Audiard

El director galo ha estrenado recientemente The sisters Brothers, una coproducción franco americana protagonizada por Joaquin Phoenix y John C. Reilly ambientada en el viejo oeste en plena fiebre del oro. Con este debut en inglés se ha vuelto a posicionar como uno de los mejores realizadores contemporáneos. En Lien aprovechamos la ocasión para repasar los motivos por los que hay que ver su obra cumbre: Un profeta.

(¡Alerta spoiler! En este artículo se revelan algunos detalles importantes de la trama)

La herencia del cine negro está muy presente en la obra de Jaques Audiard. El film noir americano y el polar francés son señas inequívocas de identidad en su trayectoria. En Un profeta (Un prophète, 2009) el director entra de lleno en el cine de género criminal para contarnos la historia de Malik El Djebena (Tahar Rahim) quien, con apenas 19 años tiene que cumplir una larga condena en la cárcel. Aparentemente frágil y sin respaldo, se ve obligado a llevar a cabo una serie de “misiones” impuestas por Luciani (Niels Arestrup), el líder de la mafia corsa, y a ganarse el respeto de la mafia árabe para sobrevivir.

Hasta aquí podríamos estar hablando de una película carcelaria más. Audiard nos cuenta cómo un chico joven, analfabeto e inexperto, consigue medrar en un ambiente hostil hasta forjarse una identidad. Un argumento que se ha explorado muchas veces antes en el cine y del que se puede pensar que no puede aportar demasiada novedad al género. Pero nada más lejos de la realidad. Lo interesante aquí no es el qué, sino el cómo. No es una película más sobre la cárcel: se trata de una obra maestra de la historia del cine.

Lo interesante de Un profeta no es lo que cuenta, sino cómo lo cuenta.

Aunque, advertimos: Un profeta no es una película apta para corazones sensibles. Se encuentra, de hecho, en las antípodas del cine amable o fácil de ver. La violencia y la brutalidad que nutren el filme son desgarradoras y casi nos obligan a apartar la mirada en algunas secuencias. Pero, de nuevo, se trata de algo más que de una historia cruda. Lo que el director nos propone en esta cinta es el viaje iniciático del héroe clásico que tiene que pasarlo mal y superar la adversidad para aprender y salir fortalecido. Este héroe parte del infierno en soledad, a través de un camino marcado por el sufrimiento y lo termina acompañado, triunfador, alcanzando su Shangri La particular. Pero, ¿qué hace tan especial al filme? Existe en él una serie de elementos y matices que destacan gracias a la singular mirada del realizador galo.

Master class sobre guión y arco dramático.

A pesar de la extensión de la cinta el ritmo es impecable. Durante los 149 minutos que dura la película asistimos a una clase magistral digna de Robert Mckee en la que observamos un guión soberbio firmado por el propio director y Thomas Bidegain. Narrativamente se trata de una película muy bien construida, aunque compleja, con numerosas subtramas, que consigue atraparnos desde la primera escena hasta la última.

En pocas películas se consigue un arco dramático tan bien elaborado como el del personaje principal de Un profeta. Gracias a una dirección acertada y a la inspirada interpretación de Tahar Rahim vemos como el niño desprotegido y sin pasado que entró en la cárcel se transforma y se envilece poco a poco hasta alcanzar un grado de madurez que le permite tomar decisiones y asumir riesgos. Un ejemplo de esta evolución sería cuando, avanzada la película, en una escena en la que está reunido con la mafia árabe se permite a sí mismo la licencia de bromear (por supuesto es al único a quien le hace gracia la broma); algo impensable para el Malik al que le roban las zapatillas a golpes en el patio de la cárcel al inicio de la trama. Nuestro protagonista se vuelve paulatinamente tan astuto, aprende a moverse tan bien entre bandos que, efectivamente, termina desarrollando algo de profético en su actitud.

 

 

De pronto, el realismo mágico.

Si por algo destaca el filme es por lo sórdido y realista de su escenario. Todo lo que vemos en la pantalla nos resulta verosímil, y esto se debe en gran medida al uso de la cámara en mano que, lejos de marear o resultar artificiosa, nos procura una percepción íntima y tangible de lo que ocurre entre los muros de esa prisión. Sin embargo Audiard traspasa del todo las fronteras del género cuando introduce un elemento narrativo que contrasta con la crudeza del ambiente de la prisión.

Todo lo que vemos en la pantalla durante la película resulta verosímil.

Para ganarse la protección del líder corso, Malik debe acabar con la vida de Reyeb, testigo que se interpone en el camino de César Luciani. Esto supone un punto de inflexión para el personaje y, desde ese instante veremos cómo el fantasma de Reyeb, -que no es más que la proyección de su mala conciencia-, le acompaña en los momentos de soledad en su celda entablando conversaciones o simplemente observándole desde algún rincón de la celda en escenas con una gran carga onírica, a menudo envueltas en la neblina del humo de un cigarrillo. Este realismo mágico que de pronto irrumpe en la cinta funciona y sin duda dota al protagonista de una mayor profundidad psicológica.

Las bondades de un gran casting.

Ya hemos mencionado el buen hacer de Tahar Rahib, pero, además, el personaje antagonista, César Luciani, cabecilla de la mafia corsa, está interpretado por un soberbio Niels Arestrup que funciona como contrapunto perfecto para el joven Malik. Supone para él una figura paterna y al mismo tiempo la mayor amenaza a la que está expuesto.La relación entre ellos se basa en el control siendo Luciani quien alecciona a Malik haciendo de él, literalmente, su criado hasta que, por supuesto, las tornas cambian. La química que desprenden los dos actores en las escenas que ruedan juntos es casi tangible y hace de cada plano un fragmento tan real como la vida misma.

Y hablando de veracidad, uno de los mayores logros de una película es que el espectador llegue a creerse a los personajes. Es el caso de la que nos ocupa hoy. Los personajes de Un profeta son del todo creíbles. Vemos escenas con hombres demacrados y desaliñados procedentes de diferentes etnias llenando la prisión y los espacios de las escenas ajenas a ella. Los principales, los secundarios y hasta los extras. Todos los personajes, tanto a nivel interpretativo como estético, están a la altura de la historia que narran.

 

La multiculturalidad y el poliglotismo.

La prisión francesa de alta seguridad que nos muestra Audiard en su película es un reflejo acertado de la Francia actual, y por extensión, de Europa. La película funciona como radiografía de la multiculturalidad (que no interculturalidad, ya que los clanes están bien separados y definidos) que se vive en el viejo continente y pone de relieve las connotaciones negativas que se desprenden de este hecho (prejuicios, exclusión, xenofobia…) tan presentes en el filme.

El realizador indaga en la idea de valerse del idioma y sobrevivir a través de él.

Pero desde el punto de vista de la lingüística es muy interesante apreciar en una misma película hasta tres idiomas diferentes: el francés, el árabe y el corso, (lo que seguro ha supuesto todo un reto para los subtituladores del filme). El realizador indaga en la idea de valerse del idioma y sobrevivir a través de él. El francés es la lengua oficial de la prisión, pero, como si de un embajador se tratara, es el dominio de Malik sobre los otros dos idiomas lo que le confiere poder y lo que le permite revertir la situación para hacerse con el control adquiriendo la visión profética de quien ve más allá gracias al lenguaje.

Nuestro héroe se nos presenta al principio de la película como un huérfano francés de ascendencia magrebí rechazado por la sociedad, víctima del desarraigo; pues tampoco conecta con sus raíces árabes. Como si estuviese abandonado en tierra de nadie, es el profeta mestizo que tiene que valerse por sí mismo; representa la realidad multicultural que enriquece Europa y que está rompiendo con los -casi siempre- arcaicos parámetros establecidos. En este sentido, Malik es el futuro.

Al final, lo más genial de la película es el hecho de que está basada en una paradoja. Es la historia de un hombre que alcanza una posición a la que nunca habría llegado de no haber ingresado en prisión. Un hombre al que como espectadores cuestionamos todo el tiempo y a quien, a pesar de todo, sólo queremos proteger y asegurarle que al final todo -o casi todo- le saldrá bien.

 

 

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